Un libro que vuela
23 de abril, día del idioma, 2018.
La fuente universitaria se remonta sobre el cielo como si quisiera ser una nave espacial orbitada por la lluvia. Cabalgan las horas por los lomos de los libros que vendo a los estudiantes que pasan. Hoy no he vendido nada, entonces para la mala venta lo mejor es una buena lectura teniendo tiempo de sobra, y tomo en mi manos “El Virrey de los espejos” (1996) del poeta Raúl Henao, quien juega con la palabra surrealista de su tiempo, digo, de los años ochenta y noventa, ya que ahora sus versos son cortos, sutiles, parecidos a haikus en palabras y de una extraordinaria belleza que se relaciona con la mística de la naturaleza, entonces abro el libro y escucho como suenan las solapas contra las hojas interiores, parece un resuello de animal, había creído que fuera el gemido de la mujer de la cubierta, mujer en estado crítico de celo, tanto así que miré a ambos lados por si sucedía algo y estar preparado, pero al volver al libro me doy cuenta que está vivo y se mueve, y junto a este soplido de fuego, leo en su interior que había un hombre que caminaba por la ciudad “acompañado de un pajarero de lengua endiablada y un perro sabio que adivinaba el número de años de la gente en un ábaco multicolor”, que tenía “largas orejas bajo un sombrero de fieltro” y que se podía “volver visible a los ojos de sus perseguidores” hasta llegar a apuñalar en una plaza de México a un brujo en varías veces, mientras una mujer aseguraba a los jueces “que durante la noche saltaba sobre ella un pollo gigantesco, enteramente negro, poseído de furor amoroso.”
Y ante tal historia sonrío porque me voy a dar un banquete de lugares poco comunes y extraños con la lectura de este libro, y eso es algo que debe agradecer cualquier escritor y lector de poesía, encontrarse con lo que no se ha podido imaginar.
Entonces, intento escribir unos versos automáticos, como el maestro, y me dicto:
Un
último sol bautiza a mis hijos,
esos
poemas de cabeza
en
el mantel a cuadros
bronceándose la espalda de la risa
y
miro
mi propia sombra ampliarse
a
carcajadas por el suelo.
Y
escribo para ver si llego más tarde a alguna parte, porque al escribir puede
uno señalar el camino e invocar la llegada, entonces pienso en Eugenia y escribo su
nombre al aire y continúo el texto diciendo: “Ven amiga mía, dales sentido a
estos versos”.
En
ese momento se acerca un hombre.
- Señor, qué vale ese libro que está leyendo – me pregunta.
Me pongo en pie, le muestro y le digo:
- Señor, vale 25 mil pesos. Yo conozco al autor, se lo puedo hacer firmar, si quiere.
-
Yo también lo conozco – me dijo-, ese sí es un verdadero poeta. Se lo voy a comprar, no lo guarde en
bolsa, me lo llevo así.
Y quien lo compró fue un hombre anónimo porque no le pregunté su nombre, y salió feliz con su
compra, tras el Sol, y en la distancia vi cómo iba desapareciendo lentamente su sombra para ocultarse entre los brillos de la fuente universitaria, y el libro, como
una paloma bien nutrida, salió volando alto por el cielo, a lo lejos, hasta perderse entre el resplandor de
la tarde, y ya no puede continuar más, leyendo.
***
Acá algunas imágenes del libro
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