A Dios, quién lo veía tan callado, tenía un perro.

 

A Dios, quién lo veía tan callado, tenía un perro.

 

Antes del principio de los tiempos, y menos mal no del fin, Dios andaba solo en la nada porque no había creado todavía al perro, y con sólo pensarlo vio uno en la distancia que buscaba dueño. Le sobó la cara húmeda y le obsequió el olfato y los ojos, se puso en pie, y tomó el camino ancho del universo, cuando el perro salió tras de él llevado por su aroma. Ya en compañía, Dios se acostumbró a esa presencia y así le pareció que la vida sería más divertida al nombrarla.

Sucedió que Dios jugando con su perro, se dio cuenta que no tenía un palo para tirarle, y se inventó los árboles, se acercó a uno de ellos, le sacó una chamiza y se la tiró con fuerza al perro, luego se sentó a comerse una fruta dulce sin nombre, voluptuosa y amarilla, y al volver el perro ya cansado y con la lengua afuera, Dios le dio forma a un riachuelo que emergió del suelo con sólo mover el dedo, y así los ríos y las cascadas fluyeron regándose por los lados del camino, y fue tan abúndate aquel tesoro que se formaron los océanos, y sin darse cuenta los peces saltaron más allá de los charcos, unos gigantes como Ballenas, y otros eran alevines susurrantes. Dios sonrió a todo ello, y con sus manos en cuenco, sacó agua del riachuelo y le brindó al perro, luego pensó, “¿Tendrá hambre o será un dios como yo?, o ¿qué le doy?” Y se sacó un pedazo de carne del pecho para no hacerle daño a ningún animal, y se lo ofreció con la mano, pero el perro no gustaba de las cosas frías, y Dios inventó el fuego, y no fue que lo inventó porque él ya lo conocía, sólo que no lo necesitaba hasta ese momento, y abrasó la carne fresca y se la dio al perro que en ese momento escuchó que algo se movía afuera, y pensó que debía estar muy atento, pues ahora tenía una misión importante: cuidar de que nada malo le sucediera a Dios, su amigo, su compañero, y se hizo a la idea de velar sus sueños habituados a la oscuridad.

Dijo Dios, “inventemos las palabras”, y se dio cuenta que tenía que darle un nombre a su compañero, y lo llamó Confío, derivado de la palabra Confianza. Y así duraron una semana perdidos por el Globo terráqueo, pues nada tenía nombres ni lugares. Y aprovechó Dios su ímpetu y dijo señalando: “Sigamos por esas montañas, bajemos por el Valle, sigamos la Sabana, ese altiplano y sus cañones”, y a medida que hablaba, lo que decía, todo ello, se iba formando. Y fue así la fertilidad de la tierra, crecieron granos y vegetales, también una caña de azúcar que despuntaba en brillos amarillosos, él mismo Dios aprendería a destilarla después, pues el mundo como estaba quedando no se podía contemplar en total sobriedad, y Dios, ya liviano, un poco ebrio, miró el firmamento y salió corriendo, saltando por los senderos verdes que había inventado, todo por un sueño que tuvo una noche, y que con sólo estirar las manos salieron volando cientos de aves de muchas formas y colores, y se escuchó un canto sinfónico por el cielo.  Dios deslizó un pie por la hierba, y de ésta salieron corriendo incontables mamíferos y roedores, y creó Dios a los gatos para que saltaran, y a los tigres y tejones. Se veía apurado Dios cuando le dijo a Confío: “Vámonos de acá que esto está muy peligroso” y el perro se pone alerta en ese instante en que dejaba su marca en las praderas del Serengueti, sobre los pequeños arbustos que apenas iban creciendo.  

“Bueno mi amigo, si hago más ejemplares como tú, tendría que inventar algunos ejemplares como yo, sin tanto poder, claro, para que tu seas el amo”, le dijo Dios a Confío, y así inventó Dios a los humanos, los moldeó con la saliva del perro, y los dejó a todos en el camino para que se encontraran. 

“¡Listo, dejemos esto así! ¡Ya que el ser humano se invente lo que quiera!”, le dijo Dios a Confío contemplando su invención, y se fueron a conocer el mar.

Por eso en este tiempo, cuando las gentes dicen: “En Dios confío”, es que se están refiriendo a Confío, el perro de Dios, que decidió quedarse en la tierra en forma de otros perros y animales para acompañarnos tramos del camino que vamos descubriendo por mandato divino de su creador. Así las cosas: a Dios, quién lo veía tan callado, tenía un perro.   



Texto: Diego Alexander Gómez

Imagen: (La espera de Argos) 





Sobre los gatos


Aparecieron antes que el ser humano, de ahí su máxima perfección. Fueron la segunda mascota de Dios. Algunos dicen que tienen nueve vidas, otros, las rebajan a siete, pero podrían ser, nueve por siete, o al revés, con ellos nunca se sabe. Te observan a escondidas y a distancia, y al menor impulso mandan la garra al aire, intentando atraparte como si tu ropa fuera un queso. “Qué bello tu gato, pero como que trama algo, ¿no?”, dice la gente, y así es el animal, o así son ellos, los felinos cósmicos, les llamo. Traman la tramoya en la espontaneidad del espacio, abren bien los ojos, sin ningún parpadeo, bajan el cuerpo, estiran la cabeza, como aplanándose, y dejan que la cola se mueve sola, en zigzag, suavemente, como una serpiente peluda. Atento... Un momento... Paciencia... ¡Ahora!, y visos de luz saltan de la nada, se reflejan en el espejo de la mañana que en ese momento pasaba distraída por el aire.

Felinos, los hay de todos los tamaños, razas y nombres, cada uno con su rostro demuestra personalidad. En celo maúllan como niños pequeños perdidos de los brazos de su madre e incomodan el sueño o ya sea los oficios del amor.

Se comunican en la noche, llaman a junta en el infierno para juzgar a su amo. Gatos malvados, peligrosos, pero mimados y dormilones. Recuerdo a un gato llamado Jason, de color blanco y negro, joven y con un ojo tuerto, una noche entró por el balcón de la casa con un murciélago en sus fauces, se escondió tras la oscuridad de una planta y desde allí le brillaban los ojos, a mí me pareció ver un fantasma que me miraba, entonces no le presté atención, se puso aquellas alas vertebradas y se echó a volar, desde esa noche nunca más lo volví a ver, “¡gato torpe!”, le dije al viento y lo imprimí en las letras para inmortalizarlo, aunque probablemente ya esté muerto, o sea un vago de alcantarilla. Lloré la noche el día en que me mudé de casa, y me fui lejos, sin poder volver a ver sus ojos verdes.

Así son los gatos, viven la vida sin importarles nada, todos los admiran y son de muy buena compañía, hay algunos se creen perro, otros se creen pájaros, y en sí mismos los gatos son más que eso, son los amos de la naturaleza, la mejor compañía del loco, del niño, de la mujer solitaria; desde los egipcios hasta ésta última civilización, y aún así ellos seguirán existiendo.

¡Qué en la memoria queden mis viejos gatos! que me tienen pensando y durmiendo a ratos, con la mirada curiosa sobre el techo, en donde el mundo más allá y al revés, guarda un tesoro custodiado por sus lindos ojos.

Mi gato, esa silenciosa compañía, Esfinge de mi cuarto.



Texto: Diego Alexander Gómez

Imagen

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Diego Alexander Gómez
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2022

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