Chucho, un perro que no es San Bernardo,
pero sí del Viento
Camina por la playa confiado de sí
mismo, con cierto brinco en las patas, sin miedo a desbaratarse de lo flaco.
Los que lo conocen lo llaman “Chucho”. Perro juguetón, casi de orfanato. De
pelaje amarillo y de pocas pulgas; porque ni éstas, pierden el tiempo con él. Se
hace afuera del restaurante el Playón, y mueve su cola benévola cuando siente
el llamado de la mirada de algunos de los comensales. Baja la cabeza con
humildad ancestral esperando que le brinden un pedazo de yuca, o de pescado. .
. “Poesía en el estómago”, le llamo. “¡Chucho, quítese de ahí, no moleste al
señor!”, lo regaña doña Tere que se asoma desde la puerta de la cocina con
un pescado colgando de su mano:
¡Listo para freír!
Y él, más sabio que cualquier presidente estudiado en Harvard, sabe cuándo retirarse ante tan comestible advertencia. Y detrás va el esposo de la doña ahuyentándolo con la mano: “Uuchichi, uuchichi, Perro come tierra”. Y entre el pensamiento de un hombre humilde y trabajador: “Me vas a espantar los clientes, chandoso”. Y es que el hombre cree que Chucho da mala imagen al restaurante, por flaco, sucio y callejero. Entonces el perro comprendiendo la mirada seria de don Chucho, y la señal de alejamiento de los brazos de doña Tere, se aleja más y más, con un remordimiento de culpa que para él es nuevo, y se queda atrás, regañado, exiliado de los manjares sobre la mesa y de los turistas.
Un plato abundante de comida llega a mis
manos. Miro a Chucho, y le susurro desde la distancia: “¡Chucho!,
perrito de la tierra”. Me mira curioso, me conversa con su cola y un
movimiento de orejas. Viene despacio, con la cabeza agachada como si no
quisiera que lo vieran. Le extiendo un pedazo de pescado. ¡Se traga lo todo
en un instante! Me lame los dedos, me babea la mano. Mira para la cocina para saber
si lo observan. No hay vigilantes en el salón. Aprovecho y le doy un
pedazo de yuca, se la traga toda. Me quiere dar un beso en la mejilla. Yo le
digo que no es para tanto, o que si quiere entonces pague la cuenta, pero él no
sabe que le estoy bromeando y tampoco entiende. Pido la cuenta y le
entrego el dinero babeado por Chucho a la señora y me despido con afecto.
Chucho me acompaña hasta la playa, parece
ser, que quiere seguirme, volverse mi esclavo, mi perro faldero. Pero yo no
tengo restaurante, ni falda, ni soy un profeta de perros. Sólo me queda
darle el abrazo de despedida que está pidiendo, y lo dejo bajo la sombra de una
palma dándole un beso, y allí queda con sus orejas de ventilador. Tranquilo, relajado.
Con esa inteligencia viva, de perro de costa, que envía mensajes a la mar
con los pelícanos que lo sobrevuelan. Y allá, a lo lejos . . . Se pierde el perro
con sus compañeros de viaje, unos
zancudos diminutos que no absorben clorofila, ni comen arena, y tal parece, que
nadie en el pueblo comprende la divinidad de Chucho cuando consciente de ser un
animal con el estómago lleno, se pierde en las tardes, magistralmente, en
la soledad de los Manglares, misterio de agua y sal, luz y sombra, y una cucharada
de sol anti poetas.
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