Perra visita
Estábamos en la casa, muy tristes, mi mamá y yo,
pues mi perro Boris llevaba dos meses de muerto, y durante ese tiempo creíamos
verlo pasar por los pasillos de la casa, lo sentíamos subirse a la cama,
rastrillar la puerta y caminar tras de nosotros, hasta creí verlo girar en la
esquina rumbo a la panadería.
Alrededor no había más evidencia del perro que un
mural en el solar de su figura, y un cuadrito enmarcado que le di a mi mamá el
día de su cumpleaños, todas las demás cosas del perro habían desaparecido: una
parte como ajuar (lo hice imitando a los egipcios) y otra parte como regalo
para una señora que tiene cinco perros, regalos como: medicinas, cadenas de
amarre, comida en bolsa y en latas, jabones y cepillos, entre otros elementos
perrunos, por eso estábamos tranquilos llevando el duelo, yo tratando de
escribir un verso bueno, Madre viendo televisión, en su cuarto, cuando fue
llegando mi amiga Valeria en una moto que ella misma manejaba, cargando un
perro pequeño metido en un bolso.
“Es un perrito”, dijo mi mamá emocionada al abrir
la puerta y verlo llegar. Yo inmediatamente bajé a conocer al visitante, y lo
saludé: “hola perrito”. “No, es una niña, ya la miré”, dijo Valeria. “Hola,
hermosa”, le dije a la perrita; y era que tenía puesto también un collar
fucsia, se veía anciana, tanto que creía que ya estaba ciega pero no porque al
acercar mi mano para acariciarla, me saludó.
— Ya está viejita — dijo ella.
— Y ¿de quién es? — le pregunté.
— No sé, me la encontré en el camino, iba sola,
como distraída, sentí que estaba perdida, y me bajé de la moto, la cogí y le
pregunté a varia gente del lugar si conocían la perrita, o a sus dueños, y
nada, nadie la conocía, entonces me dio pesar dejarla sola, peligrando en la
calle, y como estoy trabajando la traje para acá, a ver si ustedes me la cuidan
mientras aparecen los dueños.
Y nosotros le dijimos que ¡claro!, que se fuera
tranquila, que la dejara acá y Valeria dijo que ya había subido la información
de la perra en las redes sociales, que era cuestión de horas, y se fue a
trabajar.
La perrita, que a falta de saber su nombre, la
bauticé “Cuchita”, y Cuchita se movía por todos lados de la casa, era pequeña,
de pelaje ensortijado, gris, y con una pata dañada, por eso se paseaba cojeando
de allá para acá sin importarle su desvío, entonces llevé a Cuchita a la
terraza para que orinara pero nada que lo hizo, y era que ella debía sentir el
aroma de la hierba en tierra para estimular esa necesidad del cuerpo, por lo
que la llevamos al solar, la pusimos en la hierba y ella, feliz, y sin darme
cuenta, salió para la tumba del Boris y allí se orinó. “No, ahí no, ahí está el
Borisito”, alcancé a decirle, pero ella no vio más que tierra y unas flores que
decoraban el camino. “Ah, mire pues Boris cómo lo visitan las perras y le dejan
su regalito, ¿ah?, y además eso le sirve de abono”, le dije a mi perro,
sonriendo; por lo demás Cuchita era una perra muy educada, dócil y tranquila.
Nunca mostró ningún signo de agresividad frente a nada y ni a nadie, caminaba y
se posaba por los mismos lugares que el Boris recorrió, hasta se puso a mis
pies cuando me senté de nuevo en mi máquina de escribir a ver si acertaba por
fin algún poema, yo la veía allí y evidenciaba en ella una paciencia que
invitaba a contemplarla más rato, pero yo era un escritor serio y no tenía
tiempo para esos asuntos de quedarme mirando a alguien, sólo debía escribir su
nombre en el paisaje de la hoja que se volvía patio, y Cuchita salió para allá
a olfatear los baldes, luego la subimos a la ventana frontal y ella sacó la
cabeza entre las rejas sintiendo la calle, no era capaza de bajarse sola, la
bajamos, la subimos al mueble, lloró por bajarse, la bajamos, caminó de un
lugar a otro, también lloraba, luego Madre le abrió campó en su cama, la subió,
la acostó y le puso una cobija para que estuviera cómoda, no sin antes haber
jugado un rato con ella, estaba caliente el cuerpo y cerrada la mirada,
mientras yo seguía tecleando paso a paso mis nostalgias, cuando me llegó la
tristeza de los amos de Cuchita que la deberían de estar buscando, y puse en
mis estados virtuales que tenía en mi casa a esta perra que se había perdido
por el sector del Caney, que si alguien la conoce levantara la mano.
Entonces fue que me llegaron mensajes de algunos
amigos y de gente que no conozco, me decían que ahora sí me había llegado la
perra nadaísta, que una nueva aventura me esperaba, que esa perra iba a ser la
cucha más famosa de la literatura sobre perros y objetos perdidos, que la
pusiera a mear por todo el barrio, que presumiera de pasear con semejante
ancestra, que no la devolviera, que me hiciera el bobo, que le tinturara el
pelaje a blanco, que la dejara con ese nombre de "Cuchita", que ese
nombre le caía de perlas, qué más bobo yo si la devolvía, que nunca es tarde
para la poesía, que los versos no tienen años, que ahora si se tuviera de culos
los poetas perrunos porque la Cuchita, la más poderosa, la que se había meado
en la tumba del Boris, llegó para ponerles los pelos de punta a todos.
— Oí pues Cuchita, que usted que va hacer capaz de
escribir versos— dice un bobo en un comentario por acá.
— Dígale a ese bobo, que más cucha su “aguelita”.
Y era que el bobo no entendía a la Cuchita, que más
sabe por cucha que por perra, y yo decía: “la gente tan inconsciente, dizque
que me quede con la perra para que ahora si puedan decir: “se cayó de la
perra”, y es ahí donde uno está más perdido que siempre, pero ellos lo que
quieren es que yo escriba un libro nuevo, una perrada nueva, al menos un
ladrido que me ayude a superar al Boris, porque eso de la poesía sirve o no
sirve, nunca se sabe qué efectos tiene, todo un abismo inconsciente donde el
eterno amor permite que hagamos lo imposible. Además había personas buscándola,
gente que la quería, y yo no estaba preparado para tener otro perro, y por la
edad de Cuchita, sufrir pronto otra partida. Y ya había personas colocando
avisos en sus redes sociales, que mire, que una perrita negrita que se perdió
en tal parte del Caney, o que sí de pronto fue que se la robaron que cuánto era
la recompensa.
Y yo frente a mi máquina de escribir sin saber qué
hacer, y Cuchita durmiendo al lado de mi mamá otro corto sueño de su
existencia, tan pasible ahora, tan bellamente su vida en el recuerdo de un buen
pasado y que si no lo fue, ahora lo sería, y vi en ella, como antes viera en mi
perro, ese eterno suspiro de amor por quien sabe amar. “Será un buen libro”, me
dije, “primero le pondré un título, será uno bello, uno sencillo, el mejor que
haya pensado escritor alguno”.
En ese momento tocaron a la puerta, dejé mi máquina
y me levanté a abrir cuando Cuchita se
puso alerta, “eso, atenta a los ladrones de versos”, le dije animándola, y era
que ella pensaba que quién tocaba la puerta era Valeria, la chica que la recogió
en la calle y la había llevado a la casa; en ese momento una mujer de unos
cuarenta años, y que había dejado su carro al lado, dijo: “gracias a las redes
sociales me puede comunicar con Valeria, yo soy Paula, soy veterinaria y estoy
a cargo de la perrita que ustedes tienen acá, vine por ella”. Casi le digo qué
cuál perrita, que yo no conocía a ninguna Valeria, que seguro fue que se había
equivocado, que yo sí había tenido un perro, pero que ahora estaba en un viaje
con su amigo Argos por el inframundo. Luego me puse en el lugar de sus amos y
no quise hacerles daño, a uno o al otro. “¿Y dónde están sus dueños?”, le
pregunté. “Sus dueños se fueron de viaje una semana y la dejaron con nosotros,
y como ella es tan pequeña, en un descuido, se salió fácilmente de la reja y se
fue a andar, ahí fue donde Valeria la encontró, menos mal dio con buenas
personas.
— Sí, acá
está — le dije —, y ¿Cómo se llama la perrita?
— Se llama
Lupita.
— Lupita,
ah, qué lindo nombre, y ¿Cuántos años tiene?
— 17 años.
— 17 años,
¡ah!, hermosa la Cuchita.
— Sí — dijo Paula —, ya está mayorcita.
Los amos de Cuchita se habían ido de paseo y ella
también había salido a su propia aventura; sin saber de vías, de carros o
motos, sin saber de qué hay más allá del camino o del tiempo que transcurre,
ella iba sola con su paciencia, siguiendo la luz del sol, y por azar llegó a mi
casa a recorrer mis recuerdos, lugares, que dos meses atrás, habitara el Boris,
y que cobraran de nuevo cierta vida.
Mi mamá la entregó, la veterinaria la subió al
carro, la metió dentro de un guacal y luego se puso, ella misma, a la orden de
lo que necesitáramos en la clínica, y se llevó a Cuchita no sin antes regalarme
su tranquila y silenciosa mirada , la perra nadaísta más perra de todas las
perras, la que ahora así me iba a tapar en plata, la que me iba a re lanzar
como el mejor poeta de perros del mundo, mi nuevo amuleto de la suerte, ahora
no estaba, nos había dejado sólo con el rumor del televisor mientras Madre
lloraba de nuevo por la ausencia concentrada en un programa que trata de milagros.
En ese momento llamó Valeria preguntando que sí ya
habían ido por la perra; “Sí, mija, esto es muy duro”, dijo mi Madre, "ya se la llevaron”. “Bueno,
muchas gracias a ustedes”, dijo Valeria y colgó el teléfono, mientras yo volvía
al inconstante golpeo de los delicados martillos de mi máquina de escribir que
me iba dictando:
“Escribe, amigo, escribe, sé un buen perro, no
llores, imagina historias que sanen, mira la luz de la ventana, el rumor del
cuarto, la fortuna de tu existencia, y la indiscutible salud que ahora tiene
una nueva amiga llamada Cuchita que sin
saber se orinó poéticamente sobre la tumba del Boris. ¿Qué más le pides a la
vida?”.
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